Las palomas adoran reposar sobre las cabezas de las estatuas.
Miran, cagan y cucurrucuquéan hasta que por el exhosto de un bus sale una
explosión repentina; entonces vuelan espantadas por el temor genético acumulado
en varios siglos de masacres a punta de escopeta. Todas las mañanas cruzo el
Parque de la Independencia camino a mi oficina y me topo con una paloma oronda en la cabeza de la estatua
de un tal Joaquín F. Vélez. ¿Quién sería ese señor? Vaya sorpresa: fue un activo
político cartagenero de finales del siglo XIX; íntimo amigo de Rafael Núñez, fue
su embajador ante el Vaticano y el
encargado de estampar la firma en el concordato; y, como si fuera poco, fue el
jefe militar del departamento de Bolívar durante la guerra de los mil días... vaya méritos
para ganarse una efigie de mármol en el hermoso y maltratado parque. Esta
mañana me detuve y miré la paloma justo en el momento en que una atronadora
explosión ciudadana me despertó la memoria genética del pánico acumulado
durante la época del terrorismo mafioso, pero la paloma no voló, se acomodó en
ese nido varonil cargado con honores de guerra y melodías gregorianas,
cucurruquió, cagó y me miró con un aire pretencioso de espíritu santo.
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