LA TENTACIÓN DEL PERNIL
Subíamos entre la niebla hacia el Alto de Letras. El willys que nos precedía, con la gente
colgando como siempre, andaba despacito y nos hacía eterno el viaje. De pronto,
en una rectica aumentó la visibilidad,
me le arrimé y me abrí para pasarlo y ahí lo ví. Le grité entonces a mi
hijo:
-Mirá, mirá, Tomás, tomale una foto.
-¿Dónde está la cámara?
- Aquí, mirá.
Casi no logro sacarla de la cartuchera que llevaba en mi
correa. Me enredé, solté el volante y casi estrello un bus de Rápido Ochoa que bajaba
enflechado hacia Mariquita.
- Cuidado, pa. Manejá.
- Fresco, ya, ya. Prendela.
El muchacho logró tomarle tres fotos, y me le pasó.
Mirálas. Estaban fuera de foco.
- Mierda, ¿no viste el pernil?
- ¿Cuál qué?
Desaceleré y dejé que volviera a pasarnos.
- Ahí lo tenés.
- Listo. Click!
_ ¿Quedó en foco?
- Sí.
Y aceleré a fondo. Empezó a llover. Se partió la plumilla
del limpia-brisas y sentí el rayón en el vidrio. Mierda. Detuve el auto. Le quité la plumilla y levanté su
soporte. Seguimos la ruta atentos para no rodar por el precipicio. Dejando a
Manizales, el hambre que teníamos nos obligó a parar en un restaurante.
Mientras yo pedía una arepa de chócolo con quesito, Tomás me miró con un gesto
de reproche y me dijo:
- Pa, casi me matás.
Perdoná, mijo.
Tomás pidió un chorizo. Mientras se lo comía recordé el infarto
que me ocasionó un taponamiento en la arteria descendente anterior. Cero y van dos. Casi estiro la pata,
pensé. Cerdos, puercos, marranos,
chanchos y lechonas... ¿por qué
siempre nos hacen caer en la tentación?
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