Me inclino y tomo la foto privilegiando el cielo. La gorda
de Botero mira hacia arriba, las tres palmeras ayudan a definir la proyección
de su vista y el edificio del Museo de Antioquia es apenas un soporte donde se
confunden sus troncos. Es una foto
limpia, me diría un amigo. Engañosa, diría yo. Bastaría que incline la cámara para que entren a cuadro el escuálido
indigente que chupa pegante y la puta obesa que me hace propuestas matinales,
sentada en una banca tras la familia de Anorí, abuela, dos tías, tres hermanas,
dos encinta, el marica, el borracho y el muchacho pilo, y cuatro muchachitos
que inmortalizan su viaje en los escenarios de bronce comiendo cono o chupando
bom-bom-bún. Un leve movimiento en picado y empezaría su acción la horda de
desplazados que revolotea entre las estatuas y los turistas de turno. Pero me
mantengo fiel a la estética de oficina de turismo. Me dan ganas de grabar sin
cambiar el ángulo ni el encuadre
para tener constancia del sonido. Plano fijo limpio, sonido en off atronador y vergonzoso. Buses, gritos, aullidos. Escuchar el incesante "gonorrea
hijueputa" que inmortalizó Víctor Gaviria en sus películas entremezclado con los cantos y los
murmullos quejumbrosos de los mutilados y los pregones de los vendedores de
baratijas chinas, cidís con selección de música de carrilera y plancha, y
dulces caseros, pegajosos. Cómo
desconcierta este centro de Medellín. Cómo calienta la periferia del alma con
una sobredosis de ofusque y engaña a la temperatura ambiente con la piel
metálica y fría de las gordas y el abanicar de la miseria gris, olorosa, desnuda.
sábado, 23 de marzo de 2013
miércoles, 20 de marzo de 2013
BARRANQUILLA SIN ÁLBUM
Olvidé la cámara. ¡Mierda! dije durísimo. Una mirada
silenciosa de chofer de taxi por
el retrovisor sonó a "¿y a este qué le pasa?". Olvídelo, no le
contesté. Y empecé a ver fotos fallidas durante el recorrido hacia
Barranquilla. En el recién nacido aeropuerto El Dorado levantado a codazos
sobre las ruinas futuras -aun activas-
del viejo edificio; desde la
ventanilla del avión cuando su sombra cruzaba la serpiente brillante del
Magdalena para lanzarse a la pista dura, seca, larga, del aeropuerto Cortissoz
donde todavía bailan los fantasmas de los primeros aviones que vinieron a
oxidarse en este trópico arenoso. Frente al muelle deteriorado por los azotes del mar y el
tiempo terco de Puerto Colombia; en la plaza de San Nicolás vacía, retocada,
falseada, aparentemente remodelada por los afanes higiénicos de un alcalde progresista. Ante
los portones o frente a los
balcones cargados con añoranzas libanesas y huellas de un siglo disuelto por la avalancha
de vidrios y paredes blancas extraídos de una postal de Miami. En los ventorrillos desplazados a las
callejuelas del centro, atestados
con una panoplia de flores sintéticas de insoportables colores. En las
conferencias del festival donde los nuevos amigos exponían bajo el hielo de los
aires acondicionados las razones que los impulsaban a escribir o hacer cine;
entre tintos con fondo de cocoteros y baldosas del damero blanco y negro donde proponíamos que
para el año entrante la sede del FICBAQ debería ser el Hotel del Prado sin importar quién
lo administre. Frente a La Troja vacía de un lunes sin carnaval donde hubiera
querido bailar "yo soy el cantante" y zamparme un aguardiente. No hubo fotos. Tres días después, de
retorno al aeropuerto, esquivando trancones asentados en vías empolvadas y
arenosas por donde bajarán tras el próximo aguacero los arroyos arrastrando carros
mal parqueados y millones de bolsitas plásticas caídas con desdén de las manos
de cientos de miles de barranquilleros desprevenidos, ví mi último cliché
fallido: sobre unos montículos de tierra seca, apoyados sobre las bocas de sus
tazas que tantas veces calmaron las necesidades humanas, siete inodoros ajados,
moribundos, tomaban el sol y me susurraban al oído: vuelve, pero en carnaval;
prepara tu cuerpo para el jolgorio y el olvido, pero no olvides la cámara: la memoria es un juguete que adora atravesarse
y jugar entre la deriva de los vivos.
Aeropuerto de Barranquilla, marzo 20 de 2012
Diego García Moreno
viernes, 15 de marzo de 2013
Espumas
El naufragio de la canoa del viejo Willi en la "Balada
del mar no visto" (1984) fue
en un espumero del río Medellín en el tramo encañonado entre Barbosa y Porce. Esa
imagen idílica esconde un líquido cuya esencia ácida es capaz de corroer cualquier trozo de piel u
elemento orgánico que caiga en su corriente. Cuanta mierda química y humana que
se le vierte al gran desagüe se convierte en un seductor manto blanco, liviano
y terso a la vista, que hizo exclamar a mi tía como tres veces: Ay, qué
belleza. Cuenta don Tomás Carrasquilla que un siglo
atrás el río Medellín tenía un hermoso cauce que recorría el valle de Aburrá jugueteando entre meandros y que sus
playas expelían brillitos de
oropel o de pura arena de oro - el mismo mineral que alimentó el desastre de la conquista, y el que ahora
buscan como locos los beneficiarios de la locomotora minera-. Regresé casi
treinta años después al sitio donde descargamos la canoa. Imaginaba que la ciudad más innovadora del mundo había
solucionado el desastre producido a su río, pero vaya desilusión la que me
llevé: el espumero se había dimensionado. Abstraído en el caudal sospechoso, no me dí cuenta
de que un copo de espuma había despegado de su lecho y volaba con rumbo a mi
observatorio hasta que tropezó
contra mi cámara y empañó su lente.
Diego García Moreno.
Marzo 15 de 2013
Etiquetas:
balada del mar no visto,
espumas,
río medellín
sábado, 9 de marzo de 2013
La Rebeca
Está muy pispa la niña pero ¿le viste esos codos tan feos? Mi abuela era implacable. Nos forzaba a esculcar los defectos de nuestras noviecitas hasta hacernos dudar de su belleza. Y agregaba "no hay nada más hermoso que la belleza natural". ¿Serían los codos algún segmento artificial? De todas maneras, seguramente, eso influyó en el rechazo que me producen las narices pasadas por cirugía plástica, las nalgas, las tetas, las inyecciones de botox. Por muy fino que haya sido el cirujano, ahí le quedó la desproporción. Me encantan las narices con carácter, las que hacen juego con la cara, los ojos, la memoria genética. En cambio esas flechitas apuntando al cielo con dos microcicatrices en los bordes me hacen creer que esa cara no le corresponde a la persona que me mira. Fue peatoneando en Bogotá que me encontré a la Rebeca. Una hermosa mujer desnuda reclinada llenando su cántaro de agua, perdón su totumo. La vi de espaldas. Fui a retratarla cuando, vaya sorpresa, me percaté que le habían amputado la nariz.¿Cómo se les ocurrió, carajo, violentar a tal punto a esta belleza? Supongo que a esta mujer el escultor Luis Luchinelli, su creador, le construyó una nariz helénica, de aquellas que descendían rectas desde la frente... a lo mejor no: fue el primer representante de la versión afroquimbaya y le regaló una nariz chata con respiraderos amplios... vaya a saberse. Esperemos que algún día ese trozo de piedra tallado regrese a su fosa nasal calcárea y nos cuente su versión. Mientras, celebremos que todavía queda un rincón en nuestra urbe donde el arte osa reclinarse a celebrar el agua y es capaz de generar reflejos en los que hasta los más perratiados edificios se ven bellos e invitan a celebrar la dicha de vivir entre tanta incertidumbre.
jueves, 7 de marzo de 2013
El mico y la danta
¡Es que Sergio es un mico! y todos nos poníamos orgullosos.
Se encaramaba a un escaparte o a los palos de mango en par saltos; trepando muros o palmas de coco era
igual a los pelaos de la costa. ¡Es un mico! Quién iba a dudarlo.
Había que verlo subir por las paredes rocosas de una cascada en el Chocó. Se
agarraba de cualquier voladizo, de una fisura, de
cualquier superficie rugosa que pudiera servir de escalón. En cambio, yo era un
desastre: gordito y flojo, incapaz de escalar un par de metros así me agarrara
de un bejuco o me encaramaran
sobre los hombros de un grande. Fue después, cuando la palabra trepador se volvió
denuncia de una detestable actitud
humana, que empecé a sentir un cierto placer sabiéndome portador de unos genes de danta o, a lo mejor, de
hipopótamo.
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He sido un cultivador de cartas... pero se extinguen los huertos, las postales, los destinos. Busco materos, balcones, ventanas, lienzos libres donde pueda sembrar mis dudas, mis palabras, las cascadas de imagen que a veces se me ocurren. Dale hombre, me han dicho algunas fieles amistades, invéntate un blog, escribe. Ya verás que es un buen andén para compartir tu risa, tu silencio, tus desdichas. Curioso, dócil, ingenuo, acepto jugar a lo impreciso.