¡Es que Sergio es un mico! y todos nos poníamos orgullosos.
Se encaramaba a un escaparte o a los palos de mango en par saltos; trepando muros o palmas de coco era
igual a los pelaos de la costa. ¡Es un mico! Quién iba a dudarlo.
Había que verlo subir por las paredes rocosas de una cascada en el Chocó. Se
agarraba de cualquier voladizo, de una fisura, de
cualquier superficie rugosa que pudiera servir de escalón. En cambio, yo era un
desastre: gordito y flojo, incapaz de escalar un par de metros así me agarrara
de un bejuco o me encaramaran
sobre los hombros de un grande. Fue después, cuando la palabra trepador se volvió
denuncia de una detestable actitud
humana, que empecé a sentir un cierto placer sabiéndome portador de unos genes de danta o, a lo mejor, de
hipopótamo.
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