A las cinco y treinta y cuatro de la mañana, dos horas después de abrir el ojo para consagrarme al particular oficio de engañar con supuestas actividades creativas al insomnio, me entero por la casilla "estadísticas" que mi blog ha alcanzado las veinte mil y una visitas. Me siento un pelao de barrio logrando por primera vez llegar a la treinta y una con un balón desinflado. Me siento una quinceañera apagando las velitas de un bizcocho blanco colocado en medio de la fiesta. Me da una dicha de productor de canal televisivo descubriendo que la curva de su audiencia ha aumentado en época de apagones eléctricos y treguas guerrilleras. Recuerdo las alegrías compartidas cuando llenaba el álbum de láminas de la copa mundo o el de animalitos prehistóricos. Me siento un coleccionista de indulgencias que ahorra bendiciones para evitarse unas vacaciones en el purgatorio. Me provoca correr hacia la tumba de mi mamá para contarle que todas esas carajadas que escribo han logrado abrirse paso solitas en el extraño mundo de la incomunicación cibernética. Me siento solo como siempre que le escribo cartas a un destinatario fraccionado, anónimo, tan solitario y efímero como el protagonista de la noticia del día que cree que ha logrado llamar la atención de un congreso de dioses desocupados.
Parcero, parcero.
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