Siempre pito. Aunque esté en sandalias, pito. Voltéese, y
vuelvo y pito. ¿Serán las calzas sobre mis caries? ¿Será la mallita del stent en la obstrucción de mi arteria
descendente anterior? ¿Será la acumulación de vapor de mercurio que ya está
condensándose en mis venas? El hecho es que pito y me provoca decirle a la oficial
de aduanas de la puerta de acceso a la sala de espera de los vuelos nacionales
que sí, que soy culpable. Pero me hace un empujoncito con la punta de su bastón
detector de metales y me desprecia con un "siga, señor... ¡el siguiente!"
Claro que he sido atrapado en varias oportunidades. Me han confiscado dos
cortauñas, una llave bristol con mango ergonómico para ajustar los tornillos de
las ruedas de los patines y una navaja suiza, divina, que heredé de mi
abuelo. Somos secuestradores en
potencia. Asesinos por naturaleza.
Somos sospechosos y cualquier metal mediocortapunzante olvidado en
nuestros bolsillos o maletín de mano nos delata. Reconozco que siento algo de
orgullo. Me imagino apretándole la sien al piloto de la nave con mi llave
bristol con una mano, mientras que con mi cortauñas pongo en jaque al copiloto
y con la navaja sostenida entre mis dientes tengo a raya a todas las azafatas y
así pitaré con un motivo válido, así sonarán las sirenas de los bomberos y las
alarmas de la fuerza aérea y se escucharán todos los berridos de los pasajeros
que como yo han pitado pasando bajo el umbral de esa extraña puerta invisible
donde se conjugan las paranoias milimétrias de un mundo globalizado.
Diego García Moreno
Bogotá- Mayo 20 de 2013
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