No era posible amar, conspirar, vigilar, reposar tras el combate, esperar o simplemente delirar sin el humo del cigarrillo. Le dio salud, atmósfera y drama al cine de los años 50s. A mi abuela le cultivó un mechón amarillento en el cabello justo sobre su frente y un edema pulmonar del que nunca se arrepintió.
El primer cigarrillo que me fumé fue un "Cruz" sin
filtro, una extinta marca de envoltorio burdo, puro tabaco negro ultra-nicotinizado, que le robamos a Isabel la mayordoma de
la finquita de mi abuelo. Tendríamos once años cuando entramos con Juangui y
Carlos Santiago a su cuarto y nos encaletamos un pucho para cada cual. Como el
paquete tenía 144 unidades y ella se había fumado un par de docenas, nunca notaría el asalto.
Nos encaramamos en un
guayabo en medio de un bosque de cítricos protegido por un guadual y comenzamos
a chupar humo y a toser hasta que el mareo me hizo perder el equilibrio y caí al suelo desde tres metros de
altura asegurando una luxación de muñeca, un regaño con jalón de oreja y una culpa brutal para el resto de las
vacaciones.
Pero era tan bonito el gesto de los grandes al fumar. Tan
prodigioso verlos sacando anillos de humo por la boca, soplándole neblina a la cara de la novia. Que es para
pedirle un beso, me dijo en secreto un amigo de mi hermano Luis Fernando. Fumando
espero al hombre que yo quiero, exhalaba Sarita Montiel y las nubes se agitaban
tras los cristales de alegres ventanales.
Mi padre odiaba el cigarrillo y mi mamá lo ignoraba. Fumé en
mi adolescencia y en mi juventud, como hasta los treinta. Fue compañero de
borracheras, de ocios y de amores hasta que un día comenzó a provocarme dolores
de cabeza y sensación de podredumbre en las encías. Y ahí paré. Hoy en día lo
detesto. Apesta su olor en la ropa. Rechazo los labios de aquellas que lo
aspiran. Me ahogo con solo sentirlo invadiendo el poco oxígeno que en la ciudad
ha quedado e invito a mis amigos fumadores a calmar sus necesidades en el
balcón o al lado de una ventana abierta.
Escucho lo que digo y me espanto. Me produce tanto terror reconocerme confesando la fobia que hoy
me atormenta como viendo las
encías podridas que la ley obliga a estampar en las cajetillas para espantar a
los consumidores. Y escucho las quejas de algunos allegados empedernidos que me
preguntan que qué protejo, que qué
defiendo, si la santidad y la
pureza, la sanidad y el juicio son virtudes esculpidas en la represión y la hipocresía, que por qué juzgar el dulce vicio
de inhalar los humos propagados por las hojas de una planta
que hemos domesticado y multiplicado para satisfacer los rituales que, con
desdén o fe, día a día practicamos.
Me marea la moral y caigo de la rama. He perdido la
capacidad de calcular la distancia al piso, pero aseguro una luxación de
cadera, una sordera larga... pero lo de la culpa si es distinto, porque con seguridad en un par de minutos, bajo
el efecto aletargador de un alzheimer que se gesta, estaré preguntando ¿y qué
fue lo que pasó? ¿por qué tanta humareda en el horizonte?
Diego García
Moreno @
-Junio 26 de 2013