Cuando era copiloto debía mantener bien lustrados mis
zapatos. No importaba que tuviera
que salir de la cabina a verificar en la plataforma empantanada del aeropuerto
de Bahía Solano si las cajas de pescado que llevábamos para Medellín estaban
bien atadas con cabuya o si la señora de Puerto Berrío, a quien le había
encargado la carne, me la había empacado con doble bolsa plástica para que no
chorreara sangre en la bodega del avión. "El Mono" sabía que la
presentación de la tripulación debía ser impecable sin importar el destino de
los vuelos ni el número de caballos de fuerza de los motores de la nave: por eso recorría todos los
rincones de la terminal de Medellín buscando señores vestidos de negro y
galones dorados en las mangas del saco para ofrecerles sus servicios.
Habíamos hecho un pacto por mensualidades y me esperaba puntualmente para embolármelos en el descanso que nos daban entre el vuelo
a Otú y el de Urabá. Les sacaba el barro y el polvo que traían las lluvias y
las sequías a esas pistas medio salvajes en los territorios del más allá.
Hace un par de años, en El zócalo de Méjico me encontré "El Oso", una especie de torre de control con aspecto de trono en la que se lustran los zapatos los señores que van al trabajo y los
turistas curiosos. A diferencia de "El Mono" que se sentaba en un
pequeño banquito y acurrucado pasaba el cepillo o el trapo untado de betún
negro y luego le sacaba lustre con un pañito o un fieltro, "El Oso",
opto por llamar así al lustrabotas mejicano, hacía su trabajo de pie pues el zapato del cliente descansaba a
la altura de su pecho y cuando estaba vacía esa especie de torre de control en
la que se encaramaba el cliente, se sentaba a esperar en una cómoda silla de
oficina.
No ascendí a ese mirador privilegiado. Desde que opté por calzar siempre unos comodísimos zapatos de gamusa y piso
sintético no requiero de sus servicios. Pero sí me vinieron recuerdos de Amparito, una
lustrabotas poeta que filmé mientras recorría las oficinas ministeriales del Barrio La Candelaria,
sacándole brillo a los botines de los funcionarios bogotanos mientras les
recitaba el último poema que le había compuesto a su descompuesta ciudad.
Sí, no volví a volar ni a lustrarme los zapatos. Pero, como
cardiópata profesional que me he vuelto, me llama la atención la relación
existente entre el corazón y los lustrabotas: El Mono ejercía el oficio de
corazón; El oso colocaba su objeto de trabajo frente a su corazón, y Amparito
le sacaba brillo a los zapatos siguiendo la pulsación de las palabras que le
dictaba su corazón.
Diego García Moreno @
Bogotá, junio 21 de 2013
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