La abuela se devolvió para Neiva después de toda una vida vendiendo “Caldo
Parao”. Cuando llegó con sus hermanas huyendo de la violencia en el
Tolima, ella fue la primera en poner un puesto callejero para vender sopita en
las noches. Su marido no estaba de acuerdo conque ella trabajara, pero con qué
derecho protestaba si él no conseguía más que lo suficiente para emborracharse
y poner problema. La mujer se emberracó, consiguió una carreta, compró ollas y
víveres en la galería y puso su puesto ambulante de comida. Con el
tiempo, el negocio se creció y las bandejas se llenaron de tamales, morcilla,
pollo cocido y carne asada. La plata alcanzó para construir pacientemente
cuatro casitas en un rincón de la loma a un par de cuadras detrás de
la iglesia. Hoy, el callejón imperceptible parece un pueblito abandonado. Los
únicos habitantes de lo que fuera el barrio familiar son Willi, el nieto que
levanta su rancho en un lote vecino a la casita naranja donde vivió la abuela,
Estefanny su compañera, mamá de su bebé Juan, y su hermanito Kalep. Como
Bienestar Familiar cerró el jardín infantil que había en el barrio y los maestros
de la educación pública están en huelga, los cuatro llegan puntuales
a la biblioteca donde tiene la sede el Taller de la Memoria.
Mientras el niñito corretea bajo las mesas, y el bebé juega con un celular -que pereciera hecho con garantía contra guarapazos y mordiscos-, o se amamanta o sueña o llora, Willy y Estefanny se quiebran la cabeza tratando de encontrar la estructura adecuada para hacer el retrato documental de la abuela con las huellas que dejó entre los comensales que la visitaban y los familiares que heredaron el ventorrillo; mientras editan se preguntan a dónde irán a parar los puestos del caldo parao que por el momento el alcalde permite funcionar en el parque principal en medio del estruendo de merengues y reggaetones que lo invaden cada noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario