Una mujer dispone su culo descomunal en el sillín de una motoneta, bosteza y espera a su marido a la sombra de una ceiba madura. La licra fucsia del pantalón amansa sus carnes fofas y disimula la monotonía del entorno. Se avecina el viento.
Un leve crujido de guadua se disfraza de bambú,
un pétalo de guayacán rosado tirita en el cemento,
un indigente mendiga de mesa en mesa.
Un tejedor de atarrayas contrapuntea nudos de nylon en la red y calla.
Un pescador ofrece bagres y bocachicos a una señora de grandes nalgas que regatea el precio de las cuchas, el capaz y los barbudos.
El brazo del río Magdalena que bordea a Neiva se desliza en
su cauce ignorando la ribera, los
samanes, la escultura de caballos desbocados, la cachama moribunda que boquea en el piso de una canoa.
Un varón se encabrita, se levanta y putea al indigente que mendiga y escupe y
le maldice su avaricia. La figura deforme del mohán, un gigante de color cafe oscuro, patas atroces, bigote
espinoso y erizado, que esconde una construcción donde un teleférico eléctrico
averiado dormita, ignora por principio los detalles del día. Al parecer, en las mañanas, mientras las mujeres del
restaurante barren la terraza, el ritual del malecón es siempre el mismo.
Entre tenis chiviados, balones plásticos, chancletas chinas, ventiladores y medias de colores, una mendiga ciega indispone a los compradores con un gesto de dolor que produce envidia al domador de la res de metal que se desgañita en el parque. El cargador de camisetas chinas refunfuña y desprecia, las palomas practican desbandadas aeróbicas en torno a una mujer de culo descomunal que asienta su espera en una banca de cemento.
Baratijas, esculturas y oficios, mitos, agresiones, calor y una naturaleza que pareciera resistir a los embates de las modas y el tiempo. Sin embargo, sobre las motos y las sillas, los voladizos de cemento y las piedras al borde del río, unos culos enormes esperan.
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