Salir del 2014, salir de Bogotá, salir de mi oficina, salir de la sala de edición, salir de mi casa, salir de la rutina, salir de vacaciones, salir a buscar otros paisajes, otros aires, otros colores, otros ritmos, otras aguas, otra sensación: es urgente salir.
Aviso clasificado: Motivo fatiga, ave migratoria necesita alzar vuelo. Se busca destino amable, cálido, buen lecho, alimento, piscina y mucha, mucha naturaleza circundante.
Suena el teléfono.
- Hola Luisfer. Claro, sería maravilloso. Me puedo escapar para navidad. Gracias, allá nos vemos.
El 23 de diciembre la ruta estaba misteriosamente vacía, el cielo de un azul sencillo. El Nevado del Ruíz, tan esquivo durante el año, se desvistió imponente, se hizo descaradamente visible y juguetón y, en cada curva, cambiaba de perspectiva. Ocho horas fueron suficientes para hacer el trayecto Bogotá-Damasco. No me refiero al califato de Damasco. No, no se trata de la capital de Siria azotada por los vientos de la guerra. No, hablo de ese rincón en medio de la cordillera central colombiana, azotado por el viento cálido del trópico: Damasco, corregimiento de Santa Bárbara, en el departamento de Antioquia, cuatrocientos kilómetros al occidente de Bogotá, y unos noventa al sur de Medellín, donde mi hermano Luis Fernando tiene una parcela en una pequeña meseta repleta de frutales, árboles nativos y palmeras, jardines con orquídeas, bugambilias, sanjoaquines y platanillos que comenzó a sembrar veinte años atrás esperanzado en que un día serían los anfitriones de cuanto pájaro habitara la región o hiciera escala técnica en su ruta migratoria: El pajaral del sol, allí donde, pensando en las especies migratorias de dos patas como yo, o sus familiares o amigos, y previendo que a lo mejor sería su nido después de la jubilación en la universidad, edificó una hermosa casa con varios cuartos y muchas camas, con un gran corredor mirador con vista al norte, que permite divisar allá, a lo lejos, después del cauce del Cauca, con apariencia de acuarela, las pirámides del Cerro del Sol y de Paramillo en la cordillera occidental, el cañón del río Cauca, y más acá, enfrente, el cerro bravo y el valle del Poblanco. Una casa paisa con acento mejicano a escasos veinte metros de una piscina color mar profundo.
Llegar, desvestirse, entregarle la piel pálida al sol, humedecerse en la piscina, tomarle unas fotos al atardecer, comerse una arepa con quesito, tomarse un jugo de mandarina y un aguardiente y caer dormido. Levantarse muy temprano motivado por la algarabía de pájaros y perros y aceptar la orden: a caminar.
Salir a caminar por los caminos reales, caminos de mula, caminos de arrieros, caminos que atraviesan los potreros, las cañadas adornadas con guaduales, los retazos de selva sobreviviente, los cultivos de café y plátano, o bosquecitos de roble o teca, o sembrados de enormes hierbas para el ganado, o naranjales salpicados con zapotes y madroños, caminos que ensartan carreteras vecinales y rieles de fincas suntuosas sombreados con matarratón, o senderitos de chozas humildes alineados con novios, margaritas o azaleas; salir a caminar por estas montañas repletas de mangos y de divisas, de despeñaderos, de precipicios, de abismos, de inmensidad y de terraplenes para lanzarse a volar y confundirse con gavilanes y gallinazos y tórtolas y azulejos y garrapateros y petirrojos, y golondrinas y parapentes, y suspirar con este horizonte inmenso, extenso, infinito.
Salir todos los días a caminar, todos los días, a respirar, a transpirar, a asfixiarse de naturaleza, solo, en silencio, escuchando el estruendo de un territorio alejado de las urbes, a recuperar el olor de la tierra, la sensación de cuerpo vivo, y, de vez en cuando, cruzar algún saludo con el campesino de turno, una sonrisa, cómo está, feliz año, que tenga un buen día y seguir la ruta, el camino, esos círculos concéntricos que de la finca de Luisfer me comunican con la rosa de los vientos, con La puerta del sol, con el cementerio, con el Cerro amarillo, con la cancha de Cordoncillo, con el río Buey, con el arma, con el Poblanco, donde sólo he llegado a caballo; con esa carretera central ruidosa y peligrosa, pero necesaria para llegar hasta esta variación tropical del paraíso.
Salir caminar aprovechando la calma. Salir a caminar recordando que hace algo más de una década era una osadía salir a la deriva, que era como colgarse un morral de miedo y de zozobra. Miro la tierra roja y presiento que sobre las mil capas de lava que formaron estas montañas, sobre la tierra amasada por millones de hojas de árboles caídas entre los ciclos del tiempo, entremezcladas a las huellas de indígenas y conquistadores y campesinos y arrieros y mulas y gatos salvajes y jabalíes y venados y hormigas y lombrices están las huellas de las pisadas de los combatientes de las guerras lejanas y las de las botas de las más cercanas. Que tanta belleza que parece eterna oculta millones de gotas de sangre que salpica de espanto la memoria. Palabras ancestrales de sonido seductor como por ejemplo Pipintá, han sido transformada por la historia cercana en referentes bélicos como el Bloque Cacique Pipintá. Por aquí estuvieron, seguramente recorrieron los mismos caminos, pero tenían otros ojos, otros oídos, otro olfato, otros pensamientos, otros intereses. No caminaban con esta calma que hoy me acompaña cuando me digo, no es el momento de recordar esos acontecimientos. Aprovecha del presente, me digo, mira el paisaje, escucha las aves y el viento, aspira este aroma de flores sin culpa, déjate llevar por la belleza, oxigena tu cuerpo, agradece a la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario