Tenía siete años cuando me atacaron por primera vez los
brillos. Son los mismos cristales fosforescentes que bailan en primer plano. Se
desplazan, se modifican, inventan mosaicos de colores y me impiden ver. Eran
las siete de la noche. No distinguía en mi plato las papas ni el arroz, el
cuadro del sagrado corazón eran unos parches de luz sangrienta, mi madre una
presencia descompuesta. Comencé a llorar. Me estoy quedando ciego, dije. Calma,
calma, me pedía ella, mientras acariciaba mi frente. Veinte minutos después
habían desaparecido los brillos, pero el dolor de cabeza era insoportable. Me
maltrataba el resplandor de las bombillas, los reflejos, la iluminación.
Cualquier ruido se convertía en un estruendo. Cualquier grito de un juego de
niños se volvía algarabía, herida, punzón. Parecía que sobre mi cráneo un angelito barroco, semidesnudo,
se había acomodado para golpear la sien.
Con un martillo golpeaba y golpeaba marcando el bombeo del corazón. Sigue
siendo igual. Por fortuna no estaba solo.
Luis Fernando, mi hermano, me consoló: "A mí me da algo parecido"
y dijo la palabra. Escuché por primera vez la incómoda palabra. La afección
duró dos o tres días, como ahora. Me dieron aspirinas y agüitas de hierbas. Desde
entonces me acompaña el temor de ser atacado de nuevo por esa palabra que
conjuga la ceguera y el dolor, me aterra tener que tropezarme con ese vocablo
que asocio con un estruendo, con un derrumbe, con una quebrazón de vasos en la
poceta: jaqueca.
febrero 20 de 2013
Bogotá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario