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No recuerdo cuándo me dejé crecer el primer bigote. Hay una
pista en la bitácora de vuelo del año 76: cuando volaba DC-3, presenté a la Aerocivil
la libreta con una foto en blanco y negro para que lo sellaran: era una
sombrita con cuatro pelos. Cuando
chiquito, viendo la foto de mi bisabuelo Tulio llegué a creer que heredaría esa
melena domada sobre la boca; pero no, más bien heredé el cutis medio lampiño de
mi abuelo José y algo de su calvicie.
Esta mañana, mientras esperaba que una paloma se posara en
la cabeza de una estatua en el Parque de la Independencia, volví a a pensar en
el bigote. Ese señor parece con cuernos sobre la boca, pensé. Acaricié mi
bigotito y me dieron ganas de afeitarme. Mi bisabuelo fue contemporáneo del
héroe de mármol. Era la moda: todos se dejaban crecer el bigote: Reyes, Marroquí, Núñez, Caro, ese tal
Joaquín F. Uribe a quien encontré
treinta metros más arriba en el mismo parque con una paloma en la cabeza. Se
confunden los rostros de todos esos varones de fines del XIX y principios del
veinte.
El hombre del bigote se llama Carlos Martínez Silva, un
santandereano de San Gil, el más importante representante de su estirpe:
también godo, también embajador en
Washington, la mano derecha de José Manuel Marroquí. Esta joyita fue protagonista
en la negociación con los gringos que condujo a la separación de Panamá. Uy, me
acordé del gato de bronce de Botero: un gato gordo que tiene un enorme bigote
que acostumbran robárselo los iconoclastas o los vándalos.
¿Será que habrá un varón de melena contemporánea, un rasta,
un travesti, una nena, una mujer, un indigente, alguien que le arranque el bigote a este individuo y se vuele
en una buseta, en un transmilenio, o en un DC-3... y así su efigie
nos devele ese aspecto de cordero escaldado con el que queda un país cuando le
amputan una apéndice?
Bogotá, enero 28 de 2013
Diego garcía moreno